Testimonios

Testigos de la Guerra Civil y de la represión nos cuentan en primera persona sus vivencias. Si puedes aportar algún testimonio, ponte en contacto con la asociación.

Homenaje a Juan Álvarez Pineda.

Salamanca capital
Sábado, 13 de agosto de 2022
Aldea del Obispo, 
14 de agosto de 2022 
Querido tío Juanito: Soy Pilar, hija de tu hermano Miguel. Estoy en Aldea con otros sobrinos tuyos, Rosi, hija de Julia, y Carlos, hijo de Luis, tratando de reparar el olvido y la ignorancia en la que se perdió tu memoria. Ya sé que no nos conoces, que no llegaste a conocernos porque te llegó la muerte cuando tenías tan solo 30 años, en un lugar atroz llamado Mauthausen, a más de 2.300 kilómetros de aquí, hace ya casi 80 años. Ya no queda nadie que te hubiera conocido y te confieso que es muy poco lo que sabemos de ti y, aunque llevamos meses intentando conocerte, son muchas las lagunas, apenas tenemos fechas y lugares, y son más las preguntas que las respuestas. 
Sé que naciste en una tarde de primavera y que la alegría de tus padres debió desbordarse. Eras el primer hijo varón. Sé que pasaste tu infancia y juventud aquí en Aldea, que siendo un niño os cambiasteis de casa a la calle de la Iglesia, que siempre hiciste buenas migas con tu hermano Luis, al que sacabas tres años. 
Supongo que visitarías a tu abuela Julia, en La Bouza y que tal vez tardaste en conocer a tu otra abuela, que vivía en Málaga.
También sé que con dieciocho años conociste de cerca la muerte cuando una enfermedad se llevó a tu hermana Rosa, apenas dos años mayor que tú. Supongo que cuando te llegó la edad fuiste llamado a filas. Y que poco después, seguiste el camino que parecía ya una tradición familiar y quisiste ser carabinero, como tu padre y tu abuelo. Así que en marzo de 1936, dos meses después de fallecer tu madre, ingresaste en el Instituto de Carabineros y fuiste destinado a la 10ª Comandancia, en Algeciras.
Nunca pudiste volver a tu tierra. Allá, tal vez en Guadarranque, al fondo de la bahía de Algeciras, viviste la victoria del Frente Popular y también la sublevación militar del 18 de julio que provocó la Guerra Civil. Algeciras cayó desde el principio bajo dominio de las tropas sublevadas, por lo que tú y tus compañeros abandonasteis la zona para uniros a las tropas que defendieron la República. A partir de ahí, tan solo sabemos fragmentos, apenas encontramos ya rastros de tu existencia. Aunque sabemos que en aquella primavera del 36 debiste conocer a una mujer de la que te enamoraste y con la que te casaste, aunque no sé ni cuándo ni dónde. Ni siquiera estoy segura de su nombre. La documentación de Mauthausen dice que se llamaba Margarita, y que vivía en Vigo, sin embargo la tradición familiar hablaba de una maestra andaluza… Tal vez os casasteis en los primeros meses de la guerra, antes de que a finales de año tuvieras que abandonar Andalucía. ¿Cuánto tiempo pudisteis convivir? Porque ella, que tal vez no se llamaba Margarita, sino Rosa o Azucena, no pudo acompañarte cuando recién ascendido a cabo, en diciembre de 1936, te destinaron a las columnas de choque de los carabineros. 
Sabemos que en febrero de 1938, habiendo superado los estudios correspondientes, fuiste ascendido a sargento con destino en la propia Escuela de Clases del Instituto en Barcelona, por lo que supongo que pasaste parte de la guerra alejado del frente. Me consuela pensar algo así. Hasta que llegó el exilio. 
No sabemos cuándo ni por dónde pasaste a Francia a principios de 1939, arrastrando la derrota frente a los fascistas, junto al casi medio millón de españoles refugiados en el sur del país vecino. Pero sí que a partir de ese momento tu vida se fue tiñendo de tragedia. ¿En qué campo de refugiados estuviste?
Desde algún lugar de Francia enviaste una foto a tu familia, en la que posas con dignidad y resolución, con la apostura con que te recordaban en el pueblo. Pero la Guerra había dejado en tu rostro la serenidad de un adulto que esconde la sonrisa. ¿También le enviaste esa foto a Margarita? ¿y le pediste que fuera a Aldea esperarte? Tal vez no se llamaba Margarita, sino Esperanza, porque te esperó, sabemos que te esperó en tu pueblo dos largos y angustiosos años. 
Con el inicio de la II Guerra Mundial, debiste enrolarte, más o menos voluntariamente, en alguna de las Compañías de Trabajadores Extranjeros en las que los republicanos españoles ayudaron al ejército francés a defenderse de los alemanes. Solo sabemos que los nazis avanzaron y fuiste hecho prisionero en Langres, en el nordeste de Francia, probablemente en el verano de 1940. Tras meses en campos de prisioneros, sabemos que fuiste trasladado a Fallingbostel, en Alemania. Desde allí, fuiste subido, junto a otros 1.500 republicanos españoles, a un tren de ganado que partió el 24 de enero de 1941 con destino para vosotros desconocido. Tres días después el tren se detuvo en Mauthausen. Era la madrugada del 27 de enero, te despojaron de tu identidad y pasaste a ser un número, el 6209. Los testimonios de los supervivientes son sobrecogedores. 
Un campo de concentración que los nazis habían ideado para el exterminio por trabajo. «Vosotros, que habéis entrado por esa puerta, solo podréis salir de campo por aquella salida» les dijo, señalando la chimenea, el comandante Bachmayer al llegar. Todo allí era inhumano, el trato, las palizas, el trabajo, las marchas, el hambre, mucha hambre, las infecciones, la «enfermería» convertida en antesala del crematorio… Dos meses y medio después, el 8 de abril, sabemos que te trasladaron al subcampo de Gusen, un anejo a Mauthausen, donde se aceleraba el exterminio y los presos apenas sobrevivían semanas. Sin embargo lograste sobrevivir en aquel infierno durante dos años y dos semanas. 
En total, fuiste superviviente en un campo de exterminio durante 814 largos días con sus noches, preguntándote cada mañana si ese sería el día en que acabarías en el crematorio. En tu ficha del campo de figuras como peluquero, un oficio que tal vez te libró de los trabajos más penosos. Me consuela pensar algo así.
En el acta de defunción de Mauthausen, consta que falleciste en la madrugada del 20 de abril de 1943. Faltaban quince días para que cumplieras 31 años cuando los nazis constataron tu último latido. Lo que de ti quedaba salió por aquella siniestra chimenea. 
Querido tío Juanito, queremos que no sigas en el olvido, queremos mostrar que no te hemos olvidado, que nos sentimos orgullosos de ser sobrinos tuyos, una víctima mortal del franquismo y del nazismo, cuya memoria estuvo oculta durante décadas por un silencio vergonzante. Ojalá pudiera hacerte llegar la tristeza que me produce el injusto y largo sufrimiento que padeciste. 
Sé que no podrás leer esta carta, no tengo dónde enviarla. Así que, para seguir con su ficción, quemaremos ahora estas cuartillas, las convertiremos en humo y cenizas en la ilusión de que su final sea el mismo que el que tú tuviste y sepas, por siempre, que estarás en nuestras memorias y en nuestros corazones.
Pilar Álvarez.
"Los otros carniceros de Franco". Autora , Virginia Mota San Máximo

Salamanca capital
Viernes, 15 de marzo de 2019

Memoria

Los otros carniceros de Franco

La Raya portuguesa, por su Frontera de Castilla, acogió, acurrucada tras los matojos de la otra orilla del agua, a muchos castellanos perseguidos por el franquismo
Virginia Mota San Máximo

Germán Blanco Calvo, con su mandil de carnicero. 

22 de Agosto de 2018
Dos veces paró José en seco ante la muerte. La segunda vez fue en Aldea del Obispo, un pueblo de la dehesa salmantina y picado de encinas que oyó murmurar la Guerra Civil. Porque fue más mansa que en otros lares, pero con el mismo garbo para purgar la herejía que pecaba por la izquierda.

Junto a la frontera con Portugal, la guerra duraba entre la mezcolanza de luas de miel, miedos pardinhos y sangre gelada. Y de la misma forma que se embarullaban las lenguas, lo hacía también la hermandad. Porque las fronteras, que suelen tener ese tinte épico que deambula por las croniquillas de los escribientes, son lugares candongueiros de paso trasnochado de mulos, bacalao y café, como Aldea, pero también de templanzas fraternales.

La Raya portuguesa, por su Frontera de Castilla, acogió, acurrucada tras los matojos de la otra orilla del agua, a muchos castellanos perseguidos por el franquismo. La familia de carniceros de Aldea se cortaba por el antediluviano patrón de la humildad. Lo hacía entre tripas y cuchillos, con mandiles y chatos de vino que la alejaban de la política todo lo que le permitía la supervivencia. Precisamente por alargar la eternidad, en el 38 se encargaba de abastecer de carne a la tropa. Un toro de vellón, si hacía falta, que se mataba para llenar los estómagos de quienes habían llegado a guardar la frontera, ya de por sí apretada hasta el tuétano de Guardia Civil, Policía y Carabineros. Pero de la familia, que eran la madre y dos hijos, Germán y José, sería el último quien sacaría el pie del tiesto neutral.

Durante la República, José Blanco Calvo, ‘Patato’, andaba las piedras de Aldea con una chalina tricolor atada al cuello. El joven, bien plantado, había sido concejal de la Gestora con el Frente Popular y ocupado la presidencia de la Sociedad Obrera del pueblo. Sus apetencias por la política habían cogido cuerpo en la mesa de su tía Tomasa, una mujer enviudada por la República cuando su marido corrió de los primeros a combatir el franquismo. Así es que cuando la adolescencia de la guerra obligó a José a doblar su chalina en el cajón, allá por febrero de 1938, se le abrió el típico expediente que recogía las típicas denuncias vecinales que le hacían responsable del también típico «delito de excitación a la rebelión». Eso, y el ya no tan común barullo que le trajo la carne. Porque el problema de la familia de carniceros, además de la zurda de José, era su parentela con el comandante militar, a quien se acusaba de haber quitado injustamente la contrata al anterior cortador, «el derechista Ángel Prieto», como declaraba el jefe local de la Falange. Se rumoreaba por Aldea que el hermano del comandante no se llevaba bien del todo con el anterior carnicero, de ahí el trato de favor hacia la familia de José. 

 Y comenzaron los interrogatorios
 
La segunda vez que José paró en seco ante la muerte fue un febrero fullero. Entonces en Aldea del Obispo se puso en práctica la ansiada norma ad aeternam del Régimen para talar por la izquierda, una costumbre gilesca que ocupaba «tanto antes como después del glorioso Movimiento Nacional». Junto a otros ochos hombres, a José lo denunciaron sus vecinos de toda la vida apoyándose en supuestos de paja que se aceraban apoteósicamente en las purgas franquistas: «Existen aquí individuos de mala conducta y antecedentes […], los cuales, por su frialdad y poco interés a la causa, demuestran ser individuos de ideas izquierdistas»; no es de extrañar que; creo que; no puedo confirmarlo de una manera concreta, pero doy sus nombres; «no van a misa y están envalentonados»; «suponiendo la dicente que» Justicias de rapaz, más que de cualquier otra cosa, que incluían también un párroco, un alcalde y un juez municipal para escudriñar el comportamiento de José durante «la malvada República». Fue esta gradería la que hizo pecador al carnicero, según informes, por decir «palabras feas y malsonantes», no haber querido bautizar a uno de sus hijos –que finalmente pasó por la pila a sus espaldas– y tocar la campana durante la misa del domingo para anunciar la reunión de la Gestora. Tal cual.

Las faltas religiosas, sin perder hábito, cumplieron la premisa de los dineros como forma de salvación: al cura le bastaron los descubiertos en los libros parroquiales que recogían las contribuciones que entonces hacía todo buen cristiano. Para complementar la herejía se acusó a José de echar abajo, junto a otros tres, la pared que separaba el cementerio católico del civil.

Es decir, los pecados del carnicero podrían resumirse como sigue: durante la República, José era republicano. Fin. Daba igual que después del glorioso movimiento «se desconociese su actuación» o «nada se puede hacer constar», José debía pagar por su pasado y por su futuro, ya que, al final de los interrogatorios, se llegó a la conclusión de que él y sus colegas, «aunque de momento no son peligrosos», lo serían de tener oportunidad y se impondrían por la fuerza, «empleando para ello procedimientos salvajes, propios de la canalla marxista». Y como republicano, José ingresó en la prisión provincial de Salamanca 15 días después de los otros ocho «elementos peligrosos». En su declaración asegura que, durante sus cargos en la República, se limitó a trabajar en Aldea «con el solo fin de tener trabajo y lograr que los jornales se elevaran a 5 pesetas en vez de 4, cosas que no consiguió de modo definitivo». Tras 40 días en la cárcel, su causa sería sobreseída y su chalina condenada ya hasta la muerte del carnicero. 

«Por tu padre mataron al mío» 
La primera vez que José paró en seco ante la muerte también fue en Aldea del Obispo, pero su historia no ha quedado recogida en ningún expediente. Es de esas salvaciones que aguantan acongojadas en el fondo de la garganta y pasan, de vez en cuando, a respirar en el cielo de la boca. La primera vez fue en «la cuadra que quedaba allí, calle arriba. Estaba escondido detrás de las tinajas mientras los soldados franquistas insistían una y otra vez. Pasó un rato largo hasta que su mujer, de lágrimas tiritando, gritó desde la puerta: ¡Ven, José, que nos matan a todos!». Y José salió.

En aquella cuadra que ponía casi punto y final al pueblo de Aldea del Obispo quedaron su hermano Germán, su mujer, y una niña pequeña llamada Tina. Así de mentirosos eran los hasta luego en la guerra. 
Pero el caso de la familia de carniceros de Aldea fue una excepción. Porque aquel comandante militar, el pariente acusado de tratos de favor con la contrata de la carne, intercedió por los cortadores: «Dicen que fue otro José quien ocupó el cementerio junto a tres o cuatro más. No recuerdo los apellidos. A mi tío lo cambiaron, eso sí, por eso se salvó. Durante muchos años, el hijo de José fue recriminado por el del hombre que ocupó su lugar: ‘Por tu padre mataron al mío’, le decía mientras le obligaba a poner las rodillas en el suelo. Por eso dejó de venir a Aldea. Figúrate… Incluso tuvo problemas en su mili debido al comunismo de su padre. Así es que mira cómo era la guerra».

En aquel pueblo rayando con Portugal había una familia de carniceros. Hoy queda una mujer de 89 años que se recuerda de niña en el centro de la plaza del pueblo con un abrigo de seda gris mientras recita la poesía que le habían hecho a aprender: «Saludemos a España entera y a la bandera que reluce más que el sol. ¡Arriba España y el Ejército español!». Esa mujer es Tina, la sobrina de José y la hija de Germán. Que no quiere al comunista porque le va a quitar la pensión, pero mucho menos al franquista, «que mató, hija, a todos los que quiso y más». Y Tina llora.

Autora

Virginia Mota San Máximo
Testimonio de Milagros Celia Muñoz Marcos."En Homenaje a Saramago

Salamanca capital
Miércoles, 5 de diciembre de 2018

FUNDACION JOSE SARAMAGO

PORTUGAL 

            ¡Escríbelo! ¡Escríbelo!, me pidió quien acababa de recibir el Premio Nobel de Literatura José Saramago.

            He tardado en cumplir su mandato. Era el año 1998 cuando mi amiga Cristina me comunica  que en la Sociedad General de Autores y Editores, en Madrid, el día 18 de diciembre en la  Sala Manuel de Falla, a las 12:30 h. se va a presentar un libro titulado «LAS VOCES DEL ESPEJO» con los dibujos de los niños de Chiapas y cuentos de Literatos reconocidos.

Nos fuimos pronto, compramos el libro y pasamos a la sala donde solas estuvimos un rato viendo los dibujos de los niños. A su hora y en el estrado van entrando los participantes del acto; México presente con la directora de aquel colegio que acogió a los niños españoles, hijos de los intelectuales que tuvieron que marchar al exilio; la sala ya está llena de oyentes. Después de alguna intervención uno de los conferenciantes comenta que en la entrada pueden adquirir el libro y prácticamente toda la sala (creo que quedaron otras dos personas), salieron a comprar el libro. Al quedar los conferenciantes en el estrado, Cristina y yo nos acercamos a hablar con ellos y pedirles que nos firmaran el libro. Les comenté la impresión que había experimentado al ver que los niños y niñas  expresaban en sus dibujos, la guerra. Les conté dirigiéndome a Saramago que  no tenía los cinco años cuando había presenciado desde Cañete de las Torres, el bombardeo de Porcuna y después Cañete (Córdoba) y por primera vez siento miedo. He sido una niña muy feliz rodeada de cariño. Vi a mi papá, por última vez, en el patio de un convento (que convirtieron en cárcel), que había al lado de nuestra casa, tumbado en la hamaca que  él hizo, tan cómoda. Quedamos solos mi mamá, mi hermano de dos años y yo acogidos por Paz y Victoriano, dueños de la casa en que vivíamos y nos llevaron a su cortijo como a unos hijos más y estuvimos casi cuatro meses, hasta que pudimos trasladarnos a Fuentes de Oñoro (Salamanca) en tren, donde nos acogieron los abuelos maternos en Aldea del Obispo.

Y pasaron tres años. Uno de nuestros juegos era recoger con la abuelita Magdalena los huevos que ponían las gallinas en los nidales del corral, que distanciado de la casa se ubican en la misma plaza del pueblo. De repente suena el ruido de un avión y lo mismo mi hermano que yo, corrimos hacía la abuelita y nos tapamos bajo su delantal. La guerra había terminado, pero el terror quedó en nuestros infantiles recuerdos. Se había restablecido la línea aérea Madrid-Oporto que pasa por encima de Aldea del Obispo.    

            Siento, dirigiéndome a Saramago, no hablar correctamente el portugués aunque de oídas, aprendí  bastantes cuentos portugueses que me contaba el abuelito Fermín, pues estamos en la misma frontera.

¡Qué suerte tuve de conocerle! Y escucharlo.

Entre los firmantes, la representante de México me emociona  «Gracias Celina por  estar aquí».

             Quedan para siempre en mis recuerdos , la angustia de mi mamá que el niño de dos años no está en casa, preguntando a través de los patios vecinos si está allí Juan Luis y recuerdo después del bombardeo, que en brazos lo trae Frasquito corriendo. El día que hemos ido a llevarle la comida a mi papá y ya no está en la hamaca en aquel convento y al volver a casa y cerrar la puerta, mamá cae desplomada al suelo entre nosotros dos. Ahora comprenderá por qué me ha costado tanto escribirlo.

Tarde, pero lo he obedecido.

Para mi admirado  José Saramago.

Madrid, 15/07/2017

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