En blanco y negro
La imponente luna llena que se elevaba sobre sus cabezas les permitía seguir sin demasiados problemas el estrecho sendero. Avanzaban constantes, en un riguroso silencio solo roto por el cantar de los grillos y el ruido de la hierba seca de agosto al ser pisada. De vez en cuando el pequeño perro se separaba del camino para olisquear y marcar algunas encinas y arbustos, para volver inmediatamente después junto a su dueño, al que devolvía sus miradas con un alegre movimiento de cola.
El pastor, pese a estar entrado en años, se movía ágil por aquella dehesa tantas veces recorrida. Su joven acompañante, por el contrario, enfrascado en sus pensamientos, se movía más lentamente, como si su abstracción le impidiese seguir el ritmo. Solo volvía en sí cuando el can, mezcla de mil razas, se cruzaba en su camino. Entonces giraba la cabeza hacia el pueblo que ya estaban dejando atrás, del que aún se desprendía la débil luz de los farolillos de la plaza, y aceleraba el ritmo.
Todavía alcanzaba a distinguir el puñado de casas blancas agrupadas en torno a la iglesia, en cuyos muros exteriores tantas veces había improvisado una portería. Aún podía escuchar la recia y áspera voz de Don Antonio obligándoles a rezar treinta pater noster cada vez que golpeaban con el balón el portón metálico que daba acceso al atrio del templo.
De pronto, una voz le devolvió a la realidad:
-Tranquilo chico, -espetó el pastor- a estas horas nadie puede habernos visto salir.
El joven suspiró y pareció volver a perderse en sus recuerdos, pero tras unos segundos preguntó al hombre con tono serio.
-¿Seguro que se les llevaron por aquí?
El pastor volvió a girarse y, por primera vez en toda la noche, se detuvo para clavar sus ojos marrón sucio sobre los de su interlocutor.
-Se lo llevaron pa´llí -dijo señalando con el dedo la destartalada carretera que ya se perdía en la lejanía-. Pero es más seguro seguir la trocha-añadió observando la tensa mirada de su acompañante, y sentenció-. Llegaremos créeme, no te preocupes.
La caminata continuó sin sobresaltos. De vez en cuando el pastor sacaba del zurrón su bota de vino o clavaba la vista en la Osa Mayor para confirmar que avanzaban en la dirección correcta. El muchacho por su parte perdía sus ojos en el firmamento -el despejado cielo de la noche se prestaba a ello-, salpicado de infinitos astros que presidían aquella travesía, mientras se preguntaba por qué le había tenido que pasar esto a él.
La luna, ya en lo más alto del cielo, les indicaba que rozaban la hora de marcha. Una fresca brisa nocturna bailaba con los pelos rebeldes que caían por la frente del chico, pero este seguía pensando en el pueblo del que ya no se apreciaba el mínimo vestigio.
Una parte de él quería pensar que nada de cuanto estaba pasando era real, sino una pesadilla como la que tuvo la misma noche del día en el que Emilio y Gonzalo, los protegidos de Don Francisco, el amo, apalearon a Vicente por reclamar un aumento del jornal. Ese día los gritos de dolor atravesaron todas las paredes sin que las súplicas de Clara, agarrada por un tercer ayudante, consiguieran que la paliza cesase.
Las sombras seguían cubriendo cada esquina del campo. Alguna que otra liebre asustadiza ponía en alerta con su carrera a la extraña pareja, que se detenía durante unos instantes para corroborar su soledad.
-No debemos de andar muy lejos, chico- dijo el viejo.
Pero de dónde, se preguntaba el muchacho, pues seguía sin ubicar el lugar que, desde aquel fatídico día, no podía quitarse de la cabeza. Aun así, reconocía el paraje que pisaba. Solía salir por allí con su padre a cazar lagartijas y tumbarse a observar los nubarrones que surcaban el cielo los días de primavera. Sus excursiones duraban hasta el ocaso y, siempre que regresaban a casa, su padre le insistía en que tenía que prestar más atención al maestro, “es un buen hombre” decía. Él no era el más revoltoso de la clase, pero siempre que podía aprovechaba para jugar al tres en raya con su compañero de pupitre. Aun así cogió mucho cariño al maestro con el que recitó el último día del curso La Canción del Pirata. Precisamente por eso no era capaz de entender como a alguien tan bueno le pudiesen hacer algo tan horrible.
La pala le pesaba cada vez más en la mano, y aunque iba alternando de brazo, notaba ya ambos entumecidos por el peso. Pero ni el cansancio ni el escaso sueño conciliado desde aquel día, hacían mella en él. Siguió avanzando cada más nervioso, consciente de que la caminata llegaba a su fin.
Curiosamente desde hacía medio año Don Antonio y Don Francisco, el cura y el amo, se dejaban ver menos por el pueblo y se les notaba más irascibles. Por el contrario, Vicente volvió a pasear por la plaza, como hacía antes de la paliza y a reunirse con su padre y el maestro junto a la fuente, para hablar tranquilamente de “temas de mayores”. Incluso a mediados de abril de este mismo año brindaron con anís junto con otros vecinos del pueblo. “Hijo, ten cuidado con lo que dices y dónde lo dices” le había repetido siempre su padre. Pero entonces, por qué ahora había empezado a hablar de esos temas “prohibidos” en público…
También recuerda que el pastor hablaba a menudo con su padre, pero se cuidaba de hacerlo delante de la gente.
-Te ayudaré -le dijo al chaval-, pero saldremos a la medianoche. Y ojo con decírselo a nadie. ¿De acuerdo?
-Por supuesto. –le respondió el chico-.
El sendero llegaba a su fin y ya cada vez más cerca se veía la carretera que al principio de la noche habían dejado atrás. Pese a llevar varias horas caminando estaban relativamente cerca del pueblo, habían hecho un gran rodeo por el campo, pero el pastor le aseguró que aunque se tardase mucho más no podían ir por la carretera, porque en caso de que les descubriesen todo habría acabado.
-Es ahí, entre esas dos encinas- dijo el anciano mientras cruzaba la calzada.
Una vez llegaron, el chaval observó la tierra removida y tembló. Comenzó a retirar las piedras que había encima del montón. Al terminar, el chico dio un primer palazo que penetró fácil en la tierra blanda; a poco más de dos palmos de profundidad algo detuvo su avance. Un escalofrío recorrió su cuerpo, mientras el pastor observaba petrificado la escena.
Tras esto, el silencio. Ambos permanecieron inmóviles, como si ese primer palazo hubiese acabado con la última gota de energía que quedaba en el cuerpo del joven.
Sin decir nada volvió a clavar la pala; esta vez unos centímetros más a izquierda. En apenas unos minutos, hubo retirado la suficiente tierra como para decidir sacar del zurrón del pastor el farolillo que llevaban consigo. Este, que no se había movido desde que llegaron a la cuneta, acercó al joven su chisquero, que lo tomó, y con movimientos decididos prendió la llama, que tembló indecisa un instante hasta coger cuerpo. Solo entonces dirigió la tenue luz hacia la fosa.
Se alcanzaban a distinguir tres cuerpos boca abajo, aún cubiertos por tierra. El chico reconoció al instante los pantalones de pana de su padre. Amagó con retroceder, pero tras unos segundos se acercó despacio hasta donde yacía el cuerpo; se puso de cuclillas junto a él y lentamente le dio la vuelta. Las lágrimas comenzaron a brotar de su rostro, y todo el cuerpo se cubrió con un sudor frío. Entonces recordó.
De la calle llegaban gritos amenazantes. “Sé que la usarás bien, hijo”, le decía su padre entregándole su navaja. Su madre miraba por la ventana. Golpearon violentamente la puerta. “¡Abrid, abrid!” gritaba alguien. Los tres se fundieron en un largo abrazo con el que el chico perdió la noción del tiempo. Cuando abrió los ojos vio la figura de su padre salir por el umbral de la puerta flaqueado por tres falangistas.
En su bolsillo le quemaba el caballito de madera que su padre le regaló el primer día de escuela, tallado con esa misma navaja que este le había dado. Miró la figurita por última vez, la acarició y la introdujo en el bolsillo del pantalón de su padre. Se incorporó, tomó la pala y comenzó a echar tierra encima.