Testimonios

Testigos de la Guerra Civil y de la represión nos cuentan en primera persona sus vivencias. Si puedes aportar algún testimonio, ponte en contacto con la asociación.

"Los otros carniceros de Franco". Autora , Virginia Mota San Máximo

Salamanca capital
Viernes, 15 de marzo de 2019

Memoria

Los otros carniceros de Franco

La Raya portuguesa, por su Frontera de Castilla, acogió, acurrucada tras los matojos de la otra orilla del agua, a muchos castellanos perseguidos por el franquismo
Virginia Mota San Máximo

Germán Blanco Calvo, con su mandil de carnicero. 

22 de Agosto de 2018
Dos veces paró José en seco ante la muerte. La segunda vez fue en Aldea del Obispo, un pueblo de la dehesa salmantina y picado de encinas que oyó murmurar la Guerra Civil. Porque fue más mansa que en otros lares, pero con el mismo garbo para purgar la herejía que pecaba por la izquierda.

Junto a la frontera con Portugal, la guerra duraba entre la mezcolanza de luas de miel, miedos pardinhos y sangre gelada. Y de la misma forma que se embarullaban las lenguas, lo hacía también la hermandad. Porque las fronteras, que suelen tener ese tinte épico que deambula por las croniquillas de los escribientes, son lugares candongueiros de paso trasnochado de mulos, bacalao y café, como Aldea, pero también de templanzas fraternales.

La Raya portuguesa, por su Frontera de Castilla, acogió, acurrucada tras los matojos de la otra orilla del agua, a muchos castellanos perseguidos por el franquismo. La familia de carniceros de Aldea se cortaba por el antediluviano patrón de la humildad. Lo hacía entre tripas y cuchillos, con mandiles y chatos de vino que la alejaban de la política todo lo que le permitía la supervivencia. Precisamente por alargar la eternidad, en el 38 se encargaba de abastecer de carne a la tropa. Un toro de vellón, si hacía falta, que se mataba para llenar los estómagos de quienes habían llegado a guardar la frontera, ya de por sí apretada hasta el tuétano de Guardia Civil, Policía y Carabineros. Pero de la familia, que eran la madre y dos hijos, Germán y José, sería el último quien sacaría el pie del tiesto neutral.

Durante la República, José Blanco Calvo, ‘Patato’, andaba las piedras de Aldea con una chalina tricolor atada al cuello. El joven, bien plantado, había sido concejal de la Gestora con el Frente Popular y ocupado la presidencia de la Sociedad Obrera del pueblo. Sus apetencias por la política habían cogido cuerpo en la mesa de su tía Tomasa, una mujer enviudada por la República cuando su marido corrió de los primeros a combatir el franquismo. Así es que cuando la adolescencia de la guerra obligó a José a doblar su chalina en el cajón, allá por febrero de 1938, se le abrió el típico expediente que recogía las típicas denuncias vecinales que le hacían responsable del también típico «delito de excitación a la rebelión». Eso, y el ya no tan común barullo que le trajo la carne. Porque el problema de la familia de carniceros, además de la zurda de José, era su parentela con el comandante militar, a quien se acusaba de haber quitado injustamente la contrata al anterior cortador, «el derechista Ángel Prieto», como declaraba el jefe local de la Falange. Se rumoreaba por Aldea que el hermano del comandante no se llevaba bien del todo con el anterior carnicero, de ahí el trato de favor hacia la familia de José. 

 Y comenzaron los interrogatorios
 
La segunda vez que José paró en seco ante la muerte fue un febrero fullero. Entonces en Aldea del Obispo se puso en práctica la ansiada norma ad aeternam del Régimen para talar por la izquierda, una costumbre gilesca que ocupaba «tanto antes como después del glorioso Movimiento Nacional». Junto a otros ochos hombres, a José lo denunciaron sus vecinos de toda la vida apoyándose en supuestos de paja que se aceraban apoteósicamente en las purgas franquistas: «Existen aquí individuos de mala conducta y antecedentes […], los cuales, por su frialdad y poco interés a la causa, demuestran ser individuos de ideas izquierdistas»; no es de extrañar que; creo que; no puedo confirmarlo de una manera concreta, pero doy sus nombres; «no van a misa y están envalentonados»; «suponiendo la dicente que» Justicias de rapaz, más que de cualquier otra cosa, que incluían también un párroco, un alcalde y un juez municipal para escudriñar el comportamiento de José durante «la malvada República». Fue esta gradería la que hizo pecador al carnicero, según informes, por decir «palabras feas y malsonantes», no haber querido bautizar a uno de sus hijos –que finalmente pasó por la pila a sus espaldas– y tocar la campana durante la misa del domingo para anunciar la reunión de la Gestora. Tal cual.

Las faltas religiosas, sin perder hábito, cumplieron la premisa de los dineros como forma de salvación: al cura le bastaron los descubiertos en los libros parroquiales que recogían las contribuciones que entonces hacía todo buen cristiano. Para complementar la herejía se acusó a José de echar abajo, junto a otros tres, la pared que separaba el cementerio católico del civil.

Es decir, los pecados del carnicero podrían resumirse como sigue: durante la República, José era republicano. Fin. Daba igual que después del glorioso movimiento «se desconociese su actuación» o «nada se puede hacer constar», José debía pagar por su pasado y por su futuro, ya que, al final de los interrogatorios, se llegó a la conclusión de que él y sus colegas, «aunque de momento no son peligrosos», lo serían de tener oportunidad y se impondrían por la fuerza, «empleando para ello procedimientos salvajes, propios de la canalla marxista». Y como republicano, José ingresó en la prisión provincial de Salamanca 15 días después de los otros ocho «elementos peligrosos». En su declaración asegura que, durante sus cargos en la República, se limitó a trabajar en Aldea «con el solo fin de tener trabajo y lograr que los jornales se elevaran a 5 pesetas en vez de 4, cosas que no consiguió de modo definitivo». Tras 40 días en la cárcel, su causa sería sobreseída y su chalina condenada ya hasta la muerte del carnicero. 

«Por tu padre mataron al mío» 
La primera vez que José paró en seco ante la muerte también fue en Aldea del Obispo, pero su historia no ha quedado recogida en ningún expediente. Es de esas salvaciones que aguantan acongojadas en el fondo de la garganta y pasan, de vez en cuando, a respirar en el cielo de la boca. La primera vez fue en «la cuadra que quedaba allí, calle arriba. Estaba escondido detrás de las tinajas mientras los soldados franquistas insistían una y otra vez. Pasó un rato largo hasta que su mujer, de lágrimas tiritando, gritó desde la puerta: ¡Ven, José, que nos matan a todos!». Y José salió.

En aquella cuadra que ponía casi punto y final al pueblo de Aldea del Obispo quedaron su hermano Germán, su mujer, y una niña pequeña llamada Tina. Así de mentirosos eran los hasta luego en la guerra. 
Pero el caso de la familia de carniceros de Aldea fue una excepción. Porque aquel comandante militar, el pariente acusado de tratos de favor con la contrata de la carne, intercedió por los cortadores: «Dicen que fue otro José quien ocupó el cementerio junto a tres o cuatro más. No recuerdo los apellidos. A mi tío lo cambiaron, eso sí, por eso se salvó. Durante muchos años, el hijo de José fue recriminado por el del hombre que ocupó su lugar: ‘Por tu padre mataron al mío’, le decía mientras le obligaba a poner las rodillas en el suelo. Por eso dejó de venir a Aldea. Figúrate… Incluso tuvo problemas en su mili debido al comunismo de su padre. Así es que mira cómo era la guerra».

En aquel pueblo rayando con Portugal había una familia de carniceros. Hoy queda una mujer de 89 años que se recuerda de niña en el centro de la plaza del pueblo con un abrigo de seda gris mientras recita la poesía que le habían hecho a aprender: «Saludemos a España entera y a la bandera que reluce más que el sol. ¡Arriba España y el Ejército español!». Esa mujer es Tina, la sobrina de José y la hija de Germán. Que no quiere al comunista porque le va a quitar la pensión, pero mucho menos al franquista, «que mató, hija, a todos los que quiso y más». Y Tina llora.

Autora

Virginia Mota San Máximo
Testimonio de Milagros Celia Muñoz Marcos."En Homenaje a Saramago

Salamanca capital
Miércoles, 5 de diciembre de 2018

FUNDACION JOSE SARAMAGO

PORTUGAL 

            ¡Escríbelo! ¡Escríbelo!, me pidió quien acababa de recibir el Premio Nobel de Literatura José Saramago.

            He tardado en cumplir su mandato. Era el año 1998 cuando mi amiga Cristina me comunica  que en la Sociedad General de Autores y Editores, en Madrid, el día 18 de diciembre en la  Sala Manuel de Falla, a las 12:30 h. se va a presentar un libro titulado «LAS VOCES DEL ESPEJO» con los dibujos de los niños de Chiapas y cuentos de Literatos reconocidos.

Nos fuimos pronto, compramos el libro y pasamos a la sala donde solas estuvimos un rato viendo los dibujos de los niños. A su hora y en el estrado van entrando los participantes del acto; México presente con la directora de aquel colegio que acogió a los niños españoles, hijos de los intelectuales que tuvieron que marchar al exilio; la sala ya está llena de oyentes. Después de alguna intervención uno de los conferenciantes comenta que en la entrada pueden adquirir el libro y prácticamente toda la sala (creo que quedaron otras dos personas), salieron a comprar el libro. Al quedar los conferenciantes en el estrado, Cristina y yo nos acercamos a hablar con ellos y pedirles que nos firmaran el libro. Les comenté la impresión que había experimentado al ver que los niños y niñas  expresaban en sus dibujos, la guerra. Les conté dirigiéndome a Saramago que  no tenía los cinco años cuando había presenciado desde Cañete de las Torres, el bombardeo de Porcuna y después Cañete (Córdoba) y por primera vez siento miedo. He sido una niña muy feliz rodeada de cariño. Vi a mi papá, por última vez, en el patio de un convento (que convirtieron en cárcel), que había al lado de nuestra casa, tumbado en la hamaca que  él hizo, tan cómoda. Quedamos solos mi mamá, mi hermano de dos años y yo acogidos por Paz y Victoriano, dueños de la casa en que vivíamos y nos llevaron a su cortijo como a unos hijos más y estuvimos casi cuatro meses, hasta que pudimos trasladarnos a Fuentes de Oñoro (Salamanca) en tren, donde nos acogieron los abuelos maternos en Aldea del Obispo.

Y pasaron tres años. Uno de nuestros juegos era recoger con la abuelita Magdalena los huevos que ponían las gallinas en los nidales del corral, que distanciado de la casa se ubican en la misma plaza del pueblo. De repente suena el ruido de un avión y lo mismo mi hermano que yo, corrimos hacía la abuelita y nos tapamos bajo su delantal. La guerra había terminado, pero el terror quedó en nuestros infantiles recuerdos. Se había restablecido la línea aérea Madrid-Oporto que pasa por encima de Aldea del Obispo.    

            Siento, dirigiéndome a Saramago, no hablar correctamente el portugués aunque de oídas, aprendí  bastantes cuentos portugueses que me contaba el abuelito Fermín, pues estamos en la misma frontera.

¡Qué suerte tuve de conocerle! Y escucharlo.

Entre los firmantes, la representante de México me emociona  «Gracias Celina por  estar aquí».

             Quedan para siempre en mis recuerdos , la angustia de mi mamá que el niño de dos años no está en casa, preguntando a través de los patios vecinos si está allí Juan Luis y recuerdo después del bombardeo, que en brazos lo trae Frasquito corriendo. El día que hemos ido a llevarle la comida a mi papá y ya no está en la hamaca en aquel convento y al volver a casa y cerrar la puerta, mamá cae desplomada al suelo entre nosotros dos. Ahora comprenderá por qué me ha costado tanto escribirlo.

Tarde, pero lo he obedecido.

Para mi admirado  José Saramago.

Madrid, 15/07/2017

Por Milagros Celia Muñoz Marcos, Celina. La carcel de Salamanca

Salamanca capital
Miércoles, 5 de diciembre de 2018

CÁRCEL DE SALAMANCA

            Tengo siete años cuando voy con mi tía Patrocinio a llevar a la cárcel de Salamanca comida caliente a mi tío Raimundo. Desde la explanada de Mirat que a mí me parecía enorme, le daba con el pañuelo en la mano despidiéndome y el estaba detrás del cristal de una ventana. Recuerdo de ir a verlo y estar mucha gente de un lado de los barrotes y el salía con más hombres y llegaba a otros barrotes porque recuerdo que no le podía dar un beso. La explicación que me dieron en casa porqué estaba en la cárcel fue que estaba enseñando a leer y escribir a los  reclusos y en aquel momento lo creí. Pero puede salir a la puerta y me afirman rotundas: «Es que los presos se escapan». Y lo acepto. Pero por poco tiempo.   Las pocas salidas que mis tías, Carmen, esposa de Raimundo y Patrocinio, eran a casas de familias que tenían familiares en cárceles y yo veía que lloraban. Íbamos a casa de Don Juan Francisco, Inspector de Maestros, destituido; le mataron a un hijo. En la calle de Ramos del Manzano visitábamos a Pilar Prieto Briones, hija del  Inspector de Veterinarios;  más tarde supe que  fusilaron a un hermano muy joven. A casa de Doña Ramona, esposa de Don Dionisio, que tenía dos niños con quien yo jugaba y vivían en una casita adosada a la casa de protestantes, esquina al Paseo de Canalejas, a la que entrabamos por una puerta pequeña que estaba  sobre las vías del tren, pasando un puente. Supe con los años que a D. Dionisio le habían condenado a la pena de muerte. Y muchos días bajamos a ver a la señora Isabel, viuda de Hipólito Froufe, madre de  varios hijos que estaban  en las cárceles. Venían con frecuencia a casa las hermanas Escolar, Tere y Mary, y mi tía Carmen les daba una tableta de chocolate para los paquetes de comida que enviaban por correo a las cárceles. Como mi tío Raimundo enseñaba a leer y escribir a presos analfabetos y, buenos compañeros, correspondían con él haciendo preciosos juguetes para mí; eran unos verdaderos artistas. Lo que se me ha quedado grabado es que después de salir Raimundo de la cárcel, creo que el día de Viernes Santo, iba con él a la Iglesia de las Bernardas y esperábamos en la explanada  de Mirat  la procesión que formaban los nazarenos vestidos con capuchones portando cirios, porque ese día sacaban de la Cárcel de Salamanca a un preso.                    
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