Germán Blanco Calvo, con su mandil de carnicero.
FUNDACION JOSE SARAMAGO
PORTUGAL
¡Escríbelo! ¡Escríbelo!, me pidió quien acababa de recibir el Premio Nobel de Literatura José Saramago.
He tardado en cumplir su mandato. Era el año 1998 cuando mi amiga Cristina me comunica que en la Sociedad General de Autores y Editores, en Madrid, el día 18 de diciembre en la Sala Manuel de Falla, a las 12:30 h. se va a presentar un libro titulado «LAS VOCES DEL ESPEJO» con los dibujos de los niños de Chiapas y cuentos de Literatos reconocidos.
Nos fuimos pronto, compramos el libro y pasamos a la sala donde solas estuvimos un rato viendo los dibujos de los niños. A su hora y en el estrado van entrando los participantes del acto; México presente con la directora de aquel colegio que acogió a los niños españoles, hijos de los intelectuales que tuvieron que marchar al exilio; la sala ya está llena de oyentes. Después de alguna intervención uno de los conferenciantes comenta que en la entrada pueden adquirir el libro y prácticamente toda la sala (creo que quedaron otras dos personas), salieron a comprar el libro. Al quedar los conferenciantes en el estrado, Cristina y yo nos acercamos a hablar con ellos y pedirles que nos firmaran el libro. Les comenté la impresión que había experimentado al ver que los niños y niñas expresaban en sus dibujos, la guerra. Les conté dirigiéndome a Saramago que no tenía los cinco años cuando había presenciado desde Cañete de las Torres, el bombardeo de Porcuna y después Cañete (Córdoba) y por primera vez siento miedo. He sido una niña muy feliz rodeada de cariño. Vi a mi papá, por última vez, en el patio de un convento (que convirtieron en cárcel), que había al lado de nuestra casa, tumbado en la hamaca que él hizo, tan cómoda. Quedamos solos mi mamá, mi hermano de dos años y yo acogidos por Paz y Victoriano, dueños de la casa en que vivíamos y nos llevaron a su cortijo como a unos hijos más y estuvimos casi cuatro meses, hasta que pudimos trasladarnos a Fuentes de Oñoro (Salamanca) en tren, donde nos acogieron los abuelos maternos en Aldea del Obispo.
Y pasaron tres años. Uno de nuestros juegos era recoger con la abuelita Magdalena los huevos que ponían las gallinas en los nidales del corral, que distanciado de la casa se ubican en la misma plaza del pueblo. De repente suena el ruido de un avión y lo mismo mi hermano que yo, corrimos hacía la abuelita y nos tapamos bajo su delantal. La guerra había terminado, pero el terror quedó en nuestros infantiles recuerdos. Se había restablecido la línea aérea Madrid-Oporto que pasa por encima de Aldea del Obispo.
Siento, dirigiéndome a Saramago, no hablar correctamente el portugués aunque de oídas, aprendí bastantes cuentos portugueses que me contaba el abuelito Fermín, pues estamos en la misma frontera.
¡Qué suerte tuve de conocerle! Y escucharlo.
Entre los firmantes, la representante de México me emociona «Gracias Celina por estar aquí».
Quedan para siempre en mis recuerdos , la angustia de mi mamá que el niño de dos años no está en casa, preguntando a través de los patios vecinos si está allí Juan Luis y recuerdo después del bombardeo, que en brazos lo trae Frasquito corriendo. El día que hemos ido a llevarle la comida a mi papá y ya no está en la hamaca en aquel convento y al volver a casa y cerrar la puerta, mamá cae desplomada al suelo entre nosotros dos. Ahora comprenderá por qué me ha costado tanto escribirlo.
Tarde, pero lo he obedecido.
Para mi admirado José Saramago.
Madrid, 15/07/2017
CÁRCEL DE SALAMANCA
Tengo siete años cuando voy con mi tía Patrocinio a llevar a la cárcel de Salamanca comida caliente a mi tío Raimundo. Desde la explanada de Mirat que a mí me parecía enorme, le daba con el pañuelo en la mano despidiéndome y el estaba detrás del cristal de una ventana. Recuerdo de ir a verlo y estar mucha gente de un lado de los barrotes y el salía con más hombres y llegaba a otros barrotes porque recuerdo que no le podía dar un beso. La explicación que me dieron en casa porqué estaba en la cárcel fue que estaba enseñando a leer y escribir a los reclusos y en aquel momento lo creí. Pero puede salir a la puerta y me afirman rotundas: «Es que los presos se escapan». Y lo acepto. Pero por poco tiempo. Las pocas salidas que mis tías, Carmen, esposa de Raimundo y Patrocinio, eran a casas de familias que tenían familiares en cárceles y yo veía que lloraban. Íbamos a casa de Don Juan Francisco, Inspector de Maestros, destituido; le mataron a un hijo. En la calle de Ramos del Manzano visitábamos a Pilar Prieto Briones, hija del Inspector de Veterinarios; más tarde supe que fusilaron a un hermano muy joven. A casa de Doña Ramona, esposa de Don Dionisio, que tenía dos niños con quien yo jugaba y vivían en una casita adosada a la casa de protestantes, esquina al Paseo de Canalejas, a la que entrabamos por una puerta pequeña que estaba sobre las vías del tren, pasando un puente. Supe con los años que a D. Dionisio le habían condenado a la pena de muerte. Y muchos días bajamos a ver a la señora Isabel, viuda de Hipólito Froufe, madre de varios hijos que estaban en las cárceles. Venían con frecuencia a casa las hermanas Escolar, Tere y Mary, y mi tía Carmen les daba una tableta de chocolate para los paquetes de comida que enviaban por correo a las cárceles. Como mi tío Raimundo enseñaba a leer y escribir a presos analfabetos y, buenos compañeros, correspondían con él haciendo preciosos juguetes para mí; eran unos verdaderos artistas. Lo que se me ha quedado grabado es que después de salir Raimundo de la cárcel, creo que el día de Viernes Santo, iba con él a la Iglesia de las Bernardas y esperábamos en la explanada de Mirat la procesión que formaban los nazarenos vestidos con capuchones portando cirios, porque ese día sacaban de la Cárcel de Salamanca a un preso.